jueves, 1 de abril de 2010

Samuel Cernadas

Samuel Cernadas

Carlos Fabrissín, vecino de la ciudad de Reconquista recuerda que, “cuando (los niños de entonces) se enteraron que el poeta se mudaba a su barrio, allá por la década del ’40, se lo imaginaban tal como las iconografías lo presentaban: largos cabellos, corbata voladora y, tal vez, una capa oscura. Sin embargo, Cernadas era semicalvo, la cara de tez oscura, cutis poseado, nariz gruesa, mediana estatura, algo cargado de hombros, de andar cansino, usaba saco y pantalón oscuro gastado y zapatos sin lustrar, es decir, nada que ver con el imaginario. Saludaba a todos, aun a los chicos, pero con cierta distancia. El poeta no ofrecía nada fuera de lo común, era parco, callado, de voz suave y ceceaba al hablar. Samuel del Sagrado Corazón de Jesús Cernadas y Fernández nació el 15 de enero de 1893, hijo de un bonaerense, Bonifacio Cernadas, y de una correntina, Lorenza Fernández. El padre comerciante, la madre costurera”.

Fabrissín también recuerda que “Fernando Noya, de Saladas, Corrientes, en Historias y Cantares relata que, ‘Cernadas a los 15 años recibe su nombramiento de telegrafista del desvío kilómetro 89, actual Intiyaco, y después se desempeña en la línea Santa Fe-Rosario y Tostado. Posteriormente recorre por su cuenta poblaciones del norte santafesino donde grava en sus retinas el sobrio panorama de los obrajes con sus secuelas de explotación y miseria. Luego reaparece como ferroviario en la línea a Quintina, Santiago del Estero. Hasta los 23 años trabaja como empleado de correo y a partir de entonces en la construcción del ferrocarril a Guaiquiquina, residiendo temporalmente en las provincias de Salta, Jujuy, Catamarca, Tucumán y Córdoba. Por aquella época comienza a escribir poemas no obstante haber caído en las garras del alcoholismo. Empero, se recompone y en 1942 publica un pequeño volumen de poesías y canciones regionales al que sucede, en 1952, Mi comarca, poemas, música y canciones de la selva, con prólogo del poeta Julio Migno. Suscribe además numerosas composiciones musicales de neto corte regional, entre ellas: El matrero; Mi comarca; Escuelita goyana; Carrero del quebrachal; Mujercita del obraje; Seis de enero; Adiós Villa Ana todas con música de amigos’”.

En la poesía de Cernadas, siempre, el hombre y la mujer humilde son reivindicados denunciando los vicios e injusticias sociales que lo someten. Quizás, fue ésta la manera que encontró Cernadas de conjurar a la miseria que, como compañera fiel, siempre lo acompañó.

Del tiempo ido…*

Colonia Avellaneda. Casa sr. Reviriego

En los primeros años de este siglo, en el pintoresco villorio que es hoy nuestra coqueta ciudad, la iglesia católica tenía que luchar con una contra importante representada por tres masonerías instaladas con sus correspondientes sedes misteriosas; una frente a lo que es hoy el Tenis Club; otra donde está el Teatro Español y la tercera, a los fondos de la entonces Casa Piazza, calle Ludueña entre Mitre y Patricio Diez.

Todos eran salones bien amplios, siempre clausurados, donde los hermanos realizaban noche a noche sus misas negras, entre calaveras, esqueletos, espadas, lechuzones y murciélagos según se nos hacía creer en la inocente infancia.

Nuestra fantasía trabajaba en procura de un entendimiento o interpretación de tanto misterio y se nos enredaban más las cosas. Sabíamos que, a media voz, se les daba el mote de herejes a algunas personas del pueblo y cuando lo queríamos aclarar recurriendo a nuestros mayores, se nos mandaba cerrar el pico con especial recomendaciones de no repetirlo. “El señor fulano es un honrado vecino a quien se le debe guardar consideración y respeto…”
Se nos armaba cada lío…

Así, entre misterios nunca revelados, murciélagos y lechuzones rodando nuestros sueños nada nos costaba creer que el pobre Benito Flores muchacho buen mozo y trabajador, que de un día para otro se volviera loco sin remedio, lo habían “curado”, le habían hecho daño para perderlo.

Lo creíamos los chicos como asé los grandes, porque, de maleficios, contras y payeces, el pueblo estaba lleno. Cualquier malestar que no aflojara con el tesito de ruda, los sinapismos o sanguijuelas, daba que pensar, pues vaya que sea un “cura” a la que había que buscar la contra en la sabiduría de alguna india vieja de los toldos vecinos.

Porque tales eran las creencias arraigadas. Todo maleficio tenía su contra. El asunto era dar con quien tuviera el poder de quebrantarlo. Y ese poder se buscaba entre las viejas indias mansas que, comedidas, ensayaban sus ancestrales ritos en beneficio de tal o cual caso de brujería. Tierra de indios recién arada, influenciaba en las gentes el arrastre de milenarios consejos.

No hace muchos años falleció el barrio Oeste, donde vivió toda su vida, un indio viejo a quien mucha gente le reconocía muy en serio poderes sobrenaturales. Sus amuletos servían tanto para curar penas de amor como para tener suerte en el juego.

Su consultorio, una silla petisa bajo una planta de sauce al resguardo de oídos curiosos, siempre tenía clientela de todo género.

Conozco el siguiente caso: Lo visitó un muchacho veinteañero, mensual de una estancia, para comprarle un amuleto para la doma. El muchacho le dijo que nunca podía salir parado y que a pesar de no tener miedo, los potros lo golpeaban contra el suelo. eL hombre lo satisfizo en el acto y le cobró diez pesos por el asunto. Podía tener la seguridad de que ni el más reservado de la tropilla iba a poder con él. Contento el mocetón guardó en su cinto el amuleto y en la primera oportunidad pidió la bolada en una doma para jinetear el más reservado. Bufaba el animal al ceñírsele los cueros dentro el corral de palo a pique, y una vez listo, resuelto y corajudo, el mocetón enhorquetado dio la voz de ¡larguen! Y potro en dos o tres saltos de frente y de costado, haciéndose arco despidió en una embestida a su jinete que fue a dar contra los travesaños de la tranquera quedando allí maltrecho y dolorido.
Rengo aún, cuando pudo montar a caballo, se largó para el pueblo a consultar al hechicero.

No estaba en su capacidad de comprensión aceptar la falta del amuleto. El hombre lo recibió tranquilo, lo llevó al consultorio de la silla petisa bajo la planta de sauce y le pidió que le contara el caso detalladamente. Una vez enterado de todo, con gran suficiencia le expresó a su cliente: “Y, ¡claro pues!, vos m’hijo ibas a salir parado, pero entre vos y la tierra se interpuso la tranquera…” Y lo despachó con más coraje, previo pago de la consulta…

Tiempos de sahumerios con cueros de yacaré para alejar la viruela brava y de leche de yegua para la tos convulsa como único tratamiento.
Tiempo aquel en que doña Paulina Guglielmi, incansable, en pueblo y Colombia, ayudaba a venir al mundo a centenares de nuevos pobladores.
Diario “Tribuna”. Año 36 Nº 3808. Rqta., 06/04/1957.
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* En Del tiempo ido… (Relatos periodísticos publicados en “Tribuna” entre marzo de 1957 y marzo de 1959). Edgardo Quarín. Fondo Editor Municipal 2008. Reconquista.

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