jueves, 1 de abril de 2010

Mercedez Silva

Mercedez Silva


Esta autora es presentada en Mensajes del Gran Chaco, libro de su autoría donde recopila literatura oral indígena, como una amiga de los Pueblos Indígenas que, con otras dos integrantes de la “Fraternidad Nuestra Señora de América”, optó hace más de veinte años por vivir junto a los Tobas, en Pampa del Indio, Chaco.

Incluimos aquí algunos de los relatos recogidos porque muchos de ellos también, alguna vez, resonaron junto al fuego en nuestra región ya que las fronteras políticas actuales son creación del hombre blanco.
Aún hoy, en algún alejado barrio de nuestras ciudades, un anciano puede estar recordándolos o relatándolos a sus nietos pues los límites políticos no vinieron solos. La civilización los desplazó de las tierras donde corrían bravíos.


“El robo del Fuego"
(relato wichí)

Recopilado por Alfredo METRAUX y recreado por Miguel Ángel PALERMO.
En los tiempos antiguos, luego del gran incendio que quemó toda la tierra, los árboles volvieron a crecer y todo estuvo como antes, menos una cosa: con Jualá (el Sol) tan enojado, ahora ya no había quien cocinara para la gente- en esa época puros animales- y después de tantas llamas nadie tenía el más mísero fueguito.
En realidad nadie no, porque el Jaguar -(vaya uno a saber cómo)- había conseguido hacer una buena fogata, que mantenía siempre encendida. Pero que el Jaguar tuviera fuego era lo mismo que nada, porque era tan bravo como amarrete y habían sido inútiles todos los ruegos que le habían hecho.
"¡No!"- contestaba siempre que le pedían aunque fuera una brasita, nada más que una llamita, "¡No, no, y he dicho que no!".
Y los que habían ido como delegados de los demás animales se habían tenido que volver corriendo - o volando, según los casos- si habían sido muy insistentes, un bramido de esos que ponen los pelos de punta venía como respuesta, si lo impacientaban, y algunos más porfiados habían estado a punto de que les diera un zarpazo.
Viendo que era inútil pedir, los Animales decidieron sacarle el fuego.
Aunque no quisiera. "El que no quiere compartir- decían- no merece que lo respeten".
Pero como no había ninguno más fuerte que el Jaguar, tenía que ser cosa de astucia, nomás. Y tenía que ser mucha astucia, porque el Jaguar, además de no ser ningún sonso, estaba siempre vigilando.
El primero en probar fue un bicho que en el Chaco llaman Oculto y en otras partes del país Tucu-tucu, es un roedor del tamaño más o menos de una rata, pero con la cola más corta. Y ¿por qué le habrán puesto ese nombre? Le dicen así porque se pasa el día metido en sus cuevas, hace largas galerías subterráneas con entradas que abre y tapa cuando quiere, y sale nada más que de noche para buscar su comida. Nombre bien puesto: se la pasa oculto. Y ¿por qué hay quien lo llama Tucu-tucu? Por un ruido, una especie de retumbo (tucu-tucu justamente) que hace bajo tierra.
Buen cavador como era el Oculto pensó un plan bastante interesante: haría un túnel bien largo, que empezara donde el Jaguar no lo viera y acabara al lado de la fogata. Allí se asomaría despacio, sacaría una brasa, taparía el agujero y se volvería enseguida.
El plan era bueno, pero a último momento falló.
Es que, demasiado confiado, el Oculto hizo su famoso ruido -tucu-tucu- dentro del pasadizo y el Jaguar, que tiene muy buen oído, lo sintió. Sonrió, escuchó bien para calcular por dónde iba a aparecer el ladrón y se sentó a esperarlo. Apenas se empezó a remover la tierra en el lugar en que el Oculto se iba a asomar, el Jaguar preparó la garra. Y cuando salió la cabecita, ¡zas! le pegó un flor de golpe. Tan fuerte fue que, desde entonces, al Oculto le quedó el hocico achatado, y así son todos los Ocultos hoy. Dolorido, ñato, y para colmo oyendo las carcajadas guarangas del Jaguar, el pobre se volvió por su túnel, y no volvió a insistir.
Cuando lo volvieron a ver en ese estado y con las manos vacías, los demás animales se desilusionaron bastante, pero entonces se presentó otro voluntario el Conejo. No era un conejo doméstico de esos blancos, lanosos y orejudos, sino un conejo chaqueño, marrón y de orejas cortitas, muy parecido a las liebres patagónicas o maras, de las cuales es pariente.
El Conejo pensó que tratar de llegar al fuego sin que el Jaguar se diera cuenta era imposible: el grandote tenía tan buena vista, tan excelente olfato y un oído tan fino (como vimos recién) que siempre se iba a dar cuenta. Y esperar a que se durmiera era perder el tiempo, no porque no se echara a dormir - en realidad se manda unas siestas de locos- sino porque tenía el sueño más liviano que una pluma, el rumor más chiquito lo despertaba.
Y era mejor no seguir haciendo pruebas raras, porque si el Oculto había terminado con el hocico aplastado, otro podía acabar despachurrado o adentro de la panza del Jaguar.
Así que la cuestión era acercarse abiertamente con algún pretexto.
Después, con otra excusa, quedarse un rato junto al fuego hasta que el manchado se distrajera, y en ese descuido sacarle una brasa y correr, correr desesperadamente para dejar atrás al Jaguar.
El problema del Conejo era encontrar un buen pretexto.
“Pasaba por acá cerca y quise venir a saludarte". Mmm, poco le gustaban las charlas al Jaguar.
“Vine a ver si no encontraste unas frutas que se me perdieron el otro día". Mmm, el Jaguar lo iba a sacar corriendo.
“Vengo a traerte un regalito" ¡Eso! Un regalo era lo que podía hacer el milagro de que el Jaguar lo dejara acercar. Pero el Conejo ya se imaginaba cómo la fiera le decía:"Dejalos ahí y andate".
Entonces vio qué tenía que hacer: llevaría algo para comer - el Jaguar siempre estaba hambriento- pero algo que fuera bueno para cocinar.
Podría ofrecerse para asarlo y de esa manera iba a poder estar un buen rato cerca al fuego, sin que el Jaguar sospechara, hasta que fuera la oportunidad de salirse con la suya.
Así fue que, con la ayuda de la Garza, gran pescadora, el Conejo consiguió unos hermosos pescados, los ensartó en una piola y se fue muy sonriente a visitar al Jaguar.
De lejos nomás el otro le pegó el grito:-"¡Fuera de acá!".
Pero el Conejo, disimulando el miedo que tenía, gritó por su parte:
-"Pero Tío, ¡Si te traigo un regalito!"; le decía Tío en señal de respeto, no porque fuera el sobrino.
Al Jaguar le interesó el asunto y, aunque ya olfateaba pescado (que le gustaban mucho), preguntó-"¿Qué traés?"
-"Unos pescados muy lindos" - contestó el Conejo.
-"Bueno, dejalos y andate"- le dijo el Jaguar.
-"Pero Tío, déjeme que le haga el regalo completo. ¡Estos pescados quedan buenísimos asados! ¡Crudos no valen nada! Y no va a andar cocinando usted. Si no, ¿qué clase de regalo es? Yo se los voy a cocinar, bien asaditos, con gustito a ahumado, ya va a ver cómo sé preparar el pescado yo".
-"Mmmmmbué"- dijo el Jaguar - "Metele nomás!
El Conejo sacó los pescados del hilo, los abrió por el lomo- como se usa en el Chaco- y los puso a asar, abiertos, en unas ramas verdes.
A cada momento los daba vuelta y los acomodaba, los tocaba para ver cómo estaban, los olía y los miraba. Al fin, el Jagua r se aburrió de vigilarlo- auque no dejaba de desconfiar- y el Conejo, haciéndose el distraído, apoyó sobre las brasas la cola de un pescadito chico, una mojarra -"Ffff"-, hizo al tocar el fuego y se pegó una brasa chiquita. El Conejo echó una mirada al Jaguar - que estaba bostezando y mirando para otro lado-, manoteó la mojarra con la brasita pegada, la dobló, se la puso debajo de la mandíbula, la apretó así contra el pecho y salió corriendo.
De reojo, el Jaguar lo vio y pegó un brinco: "¿Qué le pasaba a ese Conejo chiflado?". Enseguida alarmado miró su fuego: los pescados seguían asándose tranquilamente. Volvió a mirar al Conejo que corría y vio que de debajo de la mandíbula le salía un poco de humo: aunque la brasa iba envuelta en la mojarra se le estaban quemando algunos pelos.
Cuando el Jaguar se dio cuenta de la trampa, saltó como un rayo y empezó a correr, rugiendo furioso.
El Conejo se daba vuelta y veía como la ventaja que le había sacado de entrada, ahora se perdía, que la fiera estaba cada vez más cerca, más cerca.
Entonces, dándose cuenta de que ya lo agarraba, tiró la brasa entre los yuyos. Pero los yuyos estaban resecos, porque hacía bastante que no llovía, así que enseguida se levantó una llamarada y el viento la hizo crecer y crecer...
Desesperado el Jaguar trató de apagar el fuego, soplando y dando manotazos y pisotones por todas partes, pero ya era tarde.
Del pasto, las llamas se pasaron a un árbol y después a otro y a otro más.
Loa animales corrieron con ramas y se llevaron cada uno un poco de fuego.
A partir de ahí, todos tuvieron su propia fogata.
El Jaguar se quedó con mucha bronca, más intratable que antes. Y a partir de entonces tuvo las plantas de las patas secas, medio quemadas desde que trató de apagar el fuego (algunos también dicen que tiene la piel más manchada desde esa historia).
Como recuerdo de esta aventura, el Conejo del Chaco tiene una manchita blanca en la garganta, allí donde se quemó con la brasa que se robaba.
Desde entonces, además, el Fuego se metió en la madera de los árboles y por eso se puede encenderlo frotando dos palitos.
El robo del Fuego
La solidaridad

Contextualización
Este es un relato tradicional del pueblo Wichí, al cual algunos denominan mataco.
Fue recopilado a principios del siglo XX por E. Nordenskjöld. Unos treinta años después, lo escuchó Alfredo Matraux, narrado por otro wichí y lo publicó en 1946.
Mucho más tarde Miguel Ángel Palermo reelaboró el texto y le dio un estilo ágil y ameno. Luego lo incluyó en su obra "Cuentos que cuentan los Matacos" ( 1987).
Así llega hasta nosotros, afirmando que, en tiempos remotos, el fuego estaba en poder del tigre americano, yaguareté o jaguar.
Este es un animal muy temido, no sólo por su tamaño y ferocidad, sino también porque se lo asocia a fuerzas espirituales muy potentes y peligrosas para los humanos. No obstante esto, existen muchos relatos en los cuales el tigre sale perdiendo o es burlado por otro más pequeño.


“El carancho y el Fuego”
(relato toba)

Recopilado por Alfredo Metrux y recreado por Miguel Ángel Palermo.
Parece que en los tiempos viejos, la gente no tenía fuego. Eso era una macana, porque entonces tenían que comer crudo y, claro, no toda la comida cruda es buena: el pescado no tenía gusto a nada, la carne no era jugosa, y otras cosas eran durísimas sin cocinar.
Para colmo, la gente estaba encerrada e una gran isla, rodeada de agua. Y esa agua estaba gobernada por un enorme Viborón malo que no dejaba que nadie entrara en la isla.
Como la estaban pasando tan mal, un jefe dijo que había que ir buscando el Carancho, que era el único que podía ayudarlos. Así que salió de la isla y caminó y caminó hasta que lo encontró.
Escuchame, Carancho –le dijo-. Tenés que ayudar. La gente está encerrada en una isla (solo yo puedo salir) y no tiene fuego.
-Bueno, mañana voy –le contestó el Carancho, que no era un tipo que negara ayuda, pero tampoco era un atropellado que hacía las cosas a lo loco, le gustaba tomarse su tiempo [...]

Cuando llegó, el agua le habló:
-¡Un momento! ¿Adónde va? ¡Por acá no se pasa! –le dijo de mal modo.
-Soy el Carancho y voy a pasar. Esa gente necesita fuego.
-Mi jefe, el Viborón, no deja pasar a nadie con fuego –contestó el Agua.
-No tengo fuego –dijo el Carancho- y voy a pasar.
-Bueno, pero se le das fuego a la gente, te vamos a matar, mi jefe y yo –contestó el Agua, que se quedó tranquila porque veía que el Carancho en ese momento no traía ninguna brasa ni rama encendida. Como en ese entonces no había fósforos ni encendedores, pensaba: “¿Cómo va a hacer el Carancho? No va a poder”.
El Carancho pasó y se encontró con la gente: -¿Qué pasa? -preguntó.
-Tenemos que comer todo crudo, no nos gusta, queremos fuego –le contestaron.
-Bueno, a ver, tráiganme dos palitos –dijo.
Se los trajeron y se puso a trabajar. Colocó uno acostado en el suelo y le hizo un agujerito en el medio, después puso la punta del otro en ese huequito y lo hizo dar vueltas muy rápido con las manos, hasta que se calentó tanto que empezó a salir humito. Entones agarró pasto secó y lo encendió y después trajo ramas y armó un gran fuego.
La gente decía: -¡ah! ¡Oh! –nunca habían visto un aparato de esos para hacer fuego, porque el Carancho lo acababa de inventar.
-Ya pueden cocinar y ahora ya saben cómo hacer fuego –dijo él- Ahora tengo que arreglar un asunto.
Metió la punta de una lanza en el fuego y cuando se calentó bien fue corriendo y la puso en el Agua mala que rodeaba la isla.
-¡Pfff! –hizo el agua y alió un montón de vapor. El Carancho volvió a calentar la lanza y la metió de nuevo en el agua. Salió más vapor. Tanto hizo esto que el Agua se evaporó toda, el Viborón se murió y la gente quedó libre.

Contextualización
El Carancho aparece en muchos relatos, siempre es el personaje más importante o sea el protagonista.
Tiene actitudes positivas hacia la comunidad e interviene en los momentos difíciles.
Es un héroe cultural guaycurú, es decir, d los pueblos Toba, Mocoví y Pilagá.
El Carancho es conocido con varios nombres según los lugares y según las distintas tradiciones: Chiiquí, Tanquí, Cañagachí (o Canagayé), Kakaré.
En algunos relatos el Carancho obtiene el fuego por primera vez, quitándoselo a un ser poderoso, como Late’e na Amap (la Madre del Algarrobo), o como el Quiyoc (jaguar) del Cielo.
Esa relación del Carancho con el bien primordial de toda la cultura, permite suponer que este relato pertenece al Ciclo arcaico, el de mayor antigüedad, tal vez más de 7.000 años.


El árbol primigenio
(Relato regional)

EL cielo y la tierra estaban unidos por un gran ÁRBOL. Los hombres trepaban por él, cada día, para ir a cazar al mundo superior. Allí abundaba la caza, y hubiéramos tenido siempre de comer, si no hubiera sido por la avaricia de nuestros antepasados. Un día lograron matar un jaguar.
Cuando se repartieron la carne, dieron el vientre a un anciano. Éste, ofendido por haber sido mal servido, se vengó quemando el gran ÁRBOL.
Los cazadores no pudieron descender a sus poblados y quedaron en el cielo, donde forman la constelación llamda Pléyades o Siete Cabritos.

Relato Toba-Pilagá
(Alfredo Metraux)

Hace mucho tiempo, los Wichí trepaban por un ÁRBOL alto y subían al cielo para mariscar (cazar). Un día un grupo mariscó en el cielo y al volver se encontraron con una mujer viejita que les pidió un poco de miel y pescado, porque traían mucho. Ellos no le quisieron dar.
Entonces ella los castigó porque no eran generosos. Otra vez que subieron al cielo, la mujer le prendió fuego al ÁRBOL, hasta que quedaron nada más que cenizas.

Relato Wichí
(Tradición oral)

Los Mocoví creían en un ÁRBOL, que en su idioma llamaban Nalliagdiguá, de altura desmedida que llegaba desde la tierra al cielo. Por él, de rama en rama, ganando siempre mayor elevación, subían ellos a pescar de un río y lagunas muy grades que abundaban de pescado regaladísimo (muy sabroso). Pero un día en que una vieja no pudo pescar cosa alguna y los pescadores le negaron el socorro de una limosna para su mantenimiento, se irritó tanto contra la nación Mocoví que, trasfigurada en gusano, tomó el ejercicio de roer e ÉRBOL y no desistió hasta derribarlo en tierra, con increíble sentimiento y daño irreparable de toda la nación Mocoví.

Relato Mocoví
(P. José Guevara)

El árbol primigenio
El principio de los males

Contextualiación
El relato, con pequeñas variantes, pertenece a la mayoría de los Pueblos Originarios del Gran Chaco Argentino: Wichí, Mocoví, Toba y Pilagá.
Fue registrado por el misionero jesuita P. José Guevara, en el Siglo 18. Durante el Siglo, el investigador Alfredo Meltraux lo recogió y publicó en 1946.
Algunos indígenas adultos admiten hoy conocer esta tradición de su pueblo y dicen: “Los antiguos creían que... “Algunos de ellos también son capaces de explicar detalles de lugar y otros datos más, como las marchas negras que quedaron del incendio.
Según los relatos recogidos el ÁRBOL PRIMIGENIO, el primero que existió, daba Vida a todos y se compartían los Bienes de Arriba y de Abajo, del Cielo y de la Tierra.
Ahora ese Árbol Primigenio no está. ¿Qué pasó? Fue destruido por la acción de los hombres.
Muchos varones y mujeres quedaron arriba, son piguem l’ec (habitantes del cielo); a la noche se ven sus fogatas, son estrellas, astros fríos.
Los que quedaron aquí abajo son alhua l’ec (habitante de la tierra), tienen que sufrir muchas privaciones.
Este fue el resultado por desobedecer la norma suprema de compartir los bienes.

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