jueves, 1 de abril de 2010

Jose Saer

Jose Saer

Juan José Saer nació en Serodino, en 1937. Se trasladó a Santa Fe y finalmente emigró a Francia.
Se lo puede ubicar en la llamada “generación de los 60”, porque en esa época comienza a publicar, junto a otros escritores como Abelardo Castillo, Manuel Puig.
Dentro de la literatura del litoral lo podemos asociar por la época generacional con Vittori, Mandón y Vinacua.
Su primera obra es un libro de poemas: El arte de narrar (1954). Luego aparecen sus libros de cuentos y “novelas cortas”: En la zona (1957-1960); Responso (1964); Palo y hueso; (1965); Unidad de lugar (1967); La vuelta completa (1967); Cicatrices (1969); El limonero real (Barcelona, 1974) y La mayor (1976).
Ha incursionado en el cine y su obra más conocida es Palo y hueso (1968).


EL TEXTO ELEGIDO
E. Pesante en su obra El cuento literario de Santa Fe incluye a Saer en la segunda promoción del grupo Adverbio que presenta las siguientes características: influencia del escritor W. Faulkner; el inconformismo; la actitud crítica, la experimentación del lenguaje, la elección del habitante de las islas del Paraná Medio como protagonista y la emigración (hacia otras ciudades del país o el exterior).
En esta y en casi la generalidad de la obra de J.J. Saer son constantes las referencias al ámbito santafesino, su ciudad, la costa, el río, la isla aunque estas señales no deben pensarse como simple descripción realista sino como una excusa para trasformar, a través del proceso lingüístico, el texto literario, dándole un nuevo sentido a la lectura.

El escritor busca “lectores sin ilusión” que, de tanto leer narraciones realistas que le cuentan una historia del principio al fin como si sus actuaciones poseyeran las leyes del recuerdo y de la existencia, aspirasen a un poco más de realidad.
Pero esa realidad a que apunta Saer se sustenta en la visión detallista y microscópica de los objetos, los hechos y los seres cotidianos, en un entorno geográfico bien definido y dentro de una trama argumental que, como en este caso, relata los aspectos más simple de la vida:
Dos muchachos deciden dejar un mensaje para las generaciones futuras. Introducen un papel con la palabra MENSAJE en una botella y la entierran en la isla. Hasta aquí la anécdota.

La descripción minuciosa de movimientos y fenómenos naturales o artificiales desde distintos ángulos o diferentes momentos retarda la acción para dar preeminencia al procedimiento de elaboración del lenguaje. La realidad se presenta desde el plano de la percepción.
“El sol está blanco, árido, y sus rayos perforaban la fronda de por sí porosa y abierta de los sauces llorones y proyectaban manchas de luz sobre el agua. Dejaron la canoa a la sombra –la canoa recibió las manchas de luz en el fondo- y se internaron en la isla con la pala y al bolsa de lona”.
En las consideraciones finales de Tomatis, personaje algo autobiográfico que aparece en muchas de sus obras, el autor muestra una visión negativa y nihilista. Todas las posibilidades que plantea con respecto al destino de ese mensaje dan un mínimo resultado: la incomunicación con los otros, y lo que es peor, la nada del infinito, cundo, borrada ya la raza de los hombres “la botella continuase perpetuamente enterrada en el interior de un planeta vacío, reseco, girando en el espacio negro”.
No obstante, la muerte sigue siendo el dilema más difícil de aceptar para el género humano y la vida de aprehensión de ese destino común la recorre Saer mediante el laborioso trabajo de dar al lenguaje una nueva, o quizá primigenia dimensión.

EL LA COSTA RESECA
Al día siguiente de rendir el examen de geometría, Tomatis consiguió que el padre le renovara el carnet de socio del club Regatas, así que pasó casi toda la tarde en la secretaría del club haciendo los trámites de la renovación. Mientras esperaba el carnet nuevo, sentado en la salita de la secretaría, concibió el plan del mensaje y cuando le entregaron el carnet pasó por el bar y llamó a Barco por teléfono. Barco estuvo de acuerdo con la idea. Dijo que él tenía lacre –porque había que lacrar el pico de la botella- y que era necesario reunirse esa misma noche para discutir el contenido del mensaje. Así que a eso de las nueve, cuando acababa de oscurecer, Tomatis oyó desde su cuarto la voz de Barco que hablaba con su padre en la cocina, y después sus pasos subiendo por la escalera hacia la terraza. La ventana de la pieza estaba abierta y después de entrar sin saludar barco dijo algo sobre el cielo estrellado cuando se asomó por ella. Se desabrochó dos botones de la camisa y empezó a sacudírsela a la altura del pecho para secarse el sudor. Tomatis le gritó a su madre desde la ventana que le preparara una sangría, porque en su casa había inclinación a darle todos los gustos desde el día anterior, en que con su examen de geometría había terminado su bachillerato. Mientras esperaban la sangría Barco le ayudó a colgar en la pared amarillenta, sobre el sofá cama, al costado de la biblioteca, la reproducción del “Campo de trigo de los cuervos” que Tomatis había hecho enmarcar esa mañana en un taller de cuadros.

Discutieron el texto del mensaje durante más de dos horas, tomando la sangría que Barco revolvía con una cuchara para que el azúcar no se asentara el fondo y el hielo que tintineaba en el interior de la jarra helada se hundiera más rápido. La idea de que el texto debía escribirse en verso, propuesta por Tomatis, fue descartada inmediatamente. 2Pueden llegar a creer que hablábamos así”, objetó Barco. Enseguida comenzaron a barajar posibilidades: un reseña de la historia de la ciudad, o bien un catálogo de los inventos de la época, o mejor todavía una síntesis biográfica de Carlos Tomatis y Horacio Barco, y hasta una descripción deliberadamente falsa del cuerpo humano para inducir en el futuro una teoría errónea de la evolución. Por un momento, esta última posibilidad lo tentó y estuvieron riéndose un buen rato, a las carcajadas, tan fuertes que el padre de Tomatis, que se había acostado desde hacía un rato, les chistó desde abajo, desde la oscuridad, para que bajaran la voz. Entonces Barco dijo que la inclinación al humor siempre echaba todo a perder y que, al fin de cuentas, el contenido del mensaje no importaba, que lo fundamental era el mensaje mismo, porque lo importante de un mensaje no era lo que decía sino su facultad de revelar que había hombres dispuestos a escribir mensajes. Dijo que si un mensaje le daba tanta importancia al contenido no era en realidad un mensaje sino una simple información. “Lo mejor que puede decir un mensaje”, dijo Barco, “es justamente, mensaje. Por lo tanto, aun cuando todo pareciera indicar que debiéramos escribir ¡socorro!, propongo que escribamos Esto es un mensaje o lisa y llanamente mensaje”. Tomatis estuvo pensando un momento y por fin aceptó, y enseguida planteó la cuestión nueva, la de quién escribiría la palabra. “Teniendo en cuenta”, dijo Barco, “de que la idea ha sido tuya y de que hay fuertes razones para pensar que con el tiempo te vas a convertir en escritor de profesión, propongo que la redacción del texto corra por tu cuenta”. Así que Tomatis separó una hoja blanca, la colocó sobre la mesa bajo la luz de la lámpara, limpió la pluma de su lapicera, la probó en el margen de su cuaderno de geometría y después, lentamente, con gran cuidado, sintiendo la mirada de Barco, por encima de su hombro, fija en la mano firme que sostenía la lapicera, fue escribiendo en grandes letras de imprenta, negra, la palabra: MENSAJE; y a medida que la mano iba moviéndose, de izquierda a derecha, la hoja blanca, rectangular, salía de la blancura extrema, indiferenciada, del limbo, del horizonte plano y anónimo, sacada al azar por una mano ciega de entre el montón de hojas idénticas que yacían polvorientas y mudas entre el cajón del escritorio, hasta que la palabra estuvo toda escrita, nítida y pareja, y la identidad de la hoja se borró otra vez., comida por la utilización oscura del mensaje. Al otro día se levantaron al amanecer. Tomatis telefoneó a Barco diciéndole que en un minuto bajaba a tomar el tranvía, que esperara el próximo tranvía número dos porque en ese iba él y después vio, por la ventanilla, en la esquina de la casa de Barco, que éste traía la pala, la botella y la barra de lacre. Él, por su parte, llevaba una lata de sardinas, tomates y duraznos, y una botella de vino que había sacado de la heladera. El mensaje lo llevaba doblado en cuatro, cuidadosamente en el bolsillo derecho de la camisa. Llegaron al club, se pusieron los trajes de baño, guardaron todo en una bolsa de lona, salvo la pala, pusieron la pala y la bolsa en el fondo de la canoa, y después metieron la canoa en el río. barco empezó a remar alejándose del muelle del club y del puente colgante, se metió por entre islas y riachos, bordeando orillas que por momentos se estrechaban, y cuando por fin fue maniobrando con pericia y aproximándose a la costa, eran más de las once. Barco tenía la cara roja y estaba cubierto de sudor. EL sol estaba blanco, árido, y sus rayos perforaban la fronda de por sí porosa y abierta de los sauces llorones y proyectaban manchas de luz sobre el agua. Dejaron la canoa a la sombra –la canoa recibió las manchas de luz en el fondo- y se internaron en la isla con la pala y bolsa de lona.

Vagabundearon cerca de media hora. Barco descubrió una culebra y con el filo de la pala de punta le sacó la cabeza, limpia, de un solo golpe; después eligieron el lugar. Era un claro rodeado por un círculo de árboles, pero tan chicos que sus ramas no se entreveraban en la altura para formar ninguna bóveda de sombra. El sol había resecado el suelo y la hierba de alrededor era mala y amarillenta. Tomatis empezó a cavar: los primeros golpes de la pala sonaron secos y la pala rebotaba contra la tierra, descascarándola y haciendo saltar astillas de barro endurecido en todas direcciones, pero la capa superficial cedió enseguida y después vino la tierra profunda, blanda, fría y oscura cuyo peso tiraba suavemente hacia abajo los brazos de Tomatis cada vez que sacaba una palada y la dejaba caer sobre el montón que iba formándose al lado del pozo. Después de un rato siguió Barco y Tomatis se apoyó jadeando en uno de los árboles irrisorios y se dedicó a mirarlo trabajar. Cavaron un hoyo de casi dos metros, lo suficientemente como para enterrar a un hombre en posición vertical. Después se sentaron a la sombra y Barco dobló cuidadosamente la hoja de papel, la introdujo por el pico de la botella, puso el corcho golpeando con la palma de la mano hasta hundirlo lo suficiente, y enseguida preparó el lacre y los fósforos y encendiendo uno comenzó a hacer girar la barra de lacre en la punta de la llama cuidando de que las gotas fuesen cayendo sobre el pico de la botella y la superficie redonda del corcho. Gastó muchos fósforos antes de terminar. Y la mirada de Tomatis iba alternativamente de la punta de la llama en la que la barra se fundía (a veces seguía la caída de las gotas rojas que destellaban diseminándose sobre el pico de la botella, gotas a las que Barco terminaba de empastar y distribuir con la punta fofa de la barra) al interior de la botella en el que podía ver, a través del vidrio verde, la hoja doblada muchas veces hasta adquirir la forma de una cinta rígida una de cuyas puntas se apoyaba en la base de la botella y la otra en la pared verde, en posición oblicua. Aun cuando Barco moviese la botella, la hoja de papel quedaba inmóvil. Y cuando terminó, Barco la recogió y la sostuvo con tanta delicadeza que Tomatis se preguntó si no se trataba de otra de las bufonadas de Barco pero enseguida viéndolo alejarse hacia el hoyo sosteniendo la botella con las dos manos, y arrodillarse después junto a la boca e inclinarse metiendo el brazo con la botella para depositarla lo más suavemente posible en el fondo, hasta casi tocar la tierra con la frente, Tomatis comprobó que Barco no bromeaba, y que si bien no estaba rebajándose hasta la solemnidad, se sentía lisa y llanamente dispuesto a llevar las cosas hasta el fin. Barco dejó caer la botella en el fondo, consideró el resultado de la caída, lo juzgó adecuado, y después se incorporó y empezó a echar tierra con la pala. Después le pasó la pala a Tomatis y cuando la tierra cubrió el hoyo hasta la superficie, volvió a tener la pala entre sus manos y empezó a emparejar la superficie tratando de no dejar rastros de la excavación. “Si esta noche llega a llover”, dijo, cuando terminó apoyándose en la pala y secándose el sudor, “mañana no va quedar rastro de la tierra movida”.

Y llovió. Tomatis oía la lluvia golpear contra el techo, en la oscuridad, acostado en su cuarto de la terraza. Después habían dejado otra vez la pala en la canoa, se habían dado un chapuzón, habían comido las sardinas y los duraznos y se habían tomado la botella de vino, habían dormitado un rato bajo los árboles y después habían vuelto remando lentamente, turnándose, río abajo, y llegaron tan tarde que cuando amarraron la canoa al muelle del club, enredados en una nube de mosquitos, ya era el anochecer, azul y lleno de ruidos y de voces que llegaban desde la playa y desde el bar iluminado. Tomaron el tranvía y Barco bajó de un salto y desapareció por la puerta de su casa. Tomatis se dio una ducha fría, comió algo y se acostó. Casi enseguida estuvo dormido. Más que el rumor lo despertó el olor de la lluvia que hacía chisporrotear los techos caldeados, y después la frescura, como gruesa, del agua entrando por la ventana abierta de par en par. Cuando estuvo lúcido, Tomatis pensó en la botella enterrada en la oscuridad de la tierra, como él mismo estaba enterrado en la oscuridad del mundo, y se preguntó cuál sería el destino del mensaje. porque podía pasar que, o bien quienes lo encontraran hablasen ya un idioma diferente, o el mismo idioma conocido en el que, no obstante, la palabra mensaje tenía ya un significado diferente, incluso opuesto al que ellos le habían dado, incluso el sentido de “información” que Barco había querido eliminar, o bien que nadie encontrara jamás la botella, se borrara la raza de los hombres, y la botella continuase perpetuamente enterrada en el interior de un planeta vacío, reseco, girando en el espacio negro. Pero, finalmente, antes de dormirse, Tomatis consideró que aún cuando hombres capaces de comprenderlo encontraran el mensaje, ellos Barco y Tomatis, no estarían en él, así como no estaban tampoco las orillas que cabrilleaban, los sacudones lentos de la canoa a cada golpe firme del remo, el bar iluminado que divisaron desde el muelle, engastado en la oscuridad azul, el olor de la lluvia fría que entraba por la ventana, de a ráfagas, en el mismo momento.

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