jueves, 1 de abril de 2010

Dante Moreira

PIE DE BARRO(*) de Dante Moreira

Ahí estaban frente a la gran ventana de la cantina, obraje “El 31”, Km. 282, mientras allá un sol hinchado, debilitado y rojizo se abatía sobre los montes del obraje de enfrente, el de Storti, tratando de incendiarlos; el calor no aflojaba, impiadosa y tenaz la sequía... resecaba todo. Un espeso colchón de tierra, mínimo de una cuarta, cubría los 30 m. que separaban la casona hasta la estación y las vías, y se extendía una cuadra desde nuestra playada a la ajena, de todos modos, adonde uno posara las vistas era color tierra, hasta los yuyos, el sol hacía chicharrones con las hojas de la arboleda, igualmente bien espolvoreadas, tal vez lo único verde por su eminencia, los eucaliptos que rodeaban la estancia. Para mayor placer era Enero..., Febrero a más tardar de ese 1945, y en los dos meses largos de mi residencia allí, no sentí descolgarse una miserable gota de agua.
De eso hablaban mientras humedecían sus resecos gargueros con un vino tibión que desde adentro les servía el turco Miguelito Fiad de Escalada y cantinero: al viejo Machuca chaqueño y cachapesero; al Moro González de Escalada y domador; al Chengo Benítez y Candú Gómez correntinos y playeros..., ellos, porque mi amigo Justiniano Constante sanjavielero y carrero chicaba, un naco de tabaco en rama le hinchaba su larga patilla, la de la derecha, el oscuro cobre de su piel denunciaba su origen costero y ancestral, su mestizaje le permitía lucir sus prolongadas patillas hasta la pera y un espeso bigote. Sí, ese era mi amigo, copiaba sus gestos, sus posturas y ensayaba escupir entre los dientes, pensando ser como él cuando me hiciera hombre.
-Así no te laváh lah patah.- Me sermoneaba mi madre.
Cierto, Constante no se lavaba los pies, en todo lo demás era muy prolijo y dentro de lo posible aseado, y tenía sus razones: en los corrales, galpones, donde hubiera mugre había piques, especie de bichito colorado pero peor, se metía debajo de la piel y alrededor de las uñas de manos y pies, si no los extirpaban ellos se encargaban de extirparnos las uñas; entonces ese era el antídoto, el repelente de mi amigo, exhibía los pies sucios pero ilesos. Miguel intentó semejante remedio..., una semana, y debió abandonar, casi se engangrena. Constante, piel reseca, medio indio, no sudaba, al pobre turco a dos metros decían, nadie se acercaba ni tapándose las narices.
Para mí, que andaba esperando al amigo para ir hasta el corral, soltar los caballos y culminar la jornada en la diaria mateada allá con los demás peones, la charla carecía de interés, que lloviera o no, no era mi tema; pero sí cuando giró, y me interesó porque se ensañaron con mi amigo tirando gruesas municiones en chanzas intencionadas, traviesas, de pronto lo tenían acorralado, ¡parejitos!, no se sacaban un hocico en esta cuadrera el Chengo y el Candú que empeñados estaban por conseguir una novia para aquel. Machuca, afirmado en su picana que apuntaba al cielo, el Moro prendía el auxilio que extrajo de una oreja y Miguelito se acodó en el marco de la ventana, todos sonrientes, preparados a gozar de la función gratuita que comenzaban los pícaros correntinos.
Saltó al ruedo el popular nombre de doña Secundina, según se decía era la señora de casi todos los solteros de este obraje, de este... y el del oeste; parece que mi amigo era de los pocos ariscos sin disfrutar esos favores..., sin piques..., tampoco con la dama, que tenía otra fama honradamente ganada, gustaba exageradamente de brebajes espirituosos y ello la hacía parecer de mayor edad. Constante los dejaba hacer sobrando la situación, les daba changüí, entre sus manos giraba parsimoniosamente, como un reloj, al enroscado arreador; los presentes sabían, si hasta yo con mi bisoña edad y escaso trato olfateaba el desenlace. Los correntinos encarnizadamente picaneaban..., una tras otra... Hasta que por allá la culminó Benítez apurando...
-¡Ché..., entonces decidite de una vez! No sé..., ¿que te parece si vamo y le damo una güeltita a Ña Secu...? Y le caemo con una botella ‘e caña ¡Pué...!
El acto final resultó, ni más ni menos, el previsto. Lo estoy viendo... ¡qué figura! ¡Cuánta prestancia...! ¡Digno, solemne! Primero, detuvo la rotación del chicote y con el cabo echó atrás las anchas alas de su vetusto, trajinado sombrero, una mata de negras chuzas cayeron sobre su frente, se afirmó en su pierna derecha y adelantó la zurda, desde el puño prendido de la bombacha hasta la lona de la alpargata, mostró en todo su esplendor el cascarudo empeine de ese pie vedado a los piques, al momento despachó entre los dientes, ¡un maestro!, a dos metros, pero ¡fácil!, una soberbia escupida que se revolcó como una culebra otros dos metros más allá en ese colchón de tierra..., y levantó polvareda, con un brusco pero breve movimiento de su noble cabeza y levantando las cejas señaló directo al rancho de doña Secundina y con aquella voz clara y sentenciosa, como para que nadie dudara, espetó:
-Pa’ mí, por esa vieja, no vale la pena desperdiciar... ¡ni medio litro ‘e vino!
Todos esperaban esa reacción, este era Justiniano Constante, y festejaron con risotadas y sapucai palmeando su espalda felicitándolo. Me sentí emocionado y orgulloso con ganas de gritar a los cuatro vientos: ¡Este es mi amigo...!


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Transcurrieron siete años de aquel célebre episodio, la vida me había enseñado sus dos caras más contrapuestas. La venturosa: llegada tan deseada, un poco tarde, de dos hermanos varones luego de cuatro femeninas. Y la desdichada: muere mi padre en 1948 y al siguiente mi madre. En 1952, otro administrador y también de Escalada, conociendo mis experiencias allí me lleva de cantinero... Regreso a “El 31”
El obraje no era el mismo, el de enfrente paralizado, no quedaba en el “282” ni la mitad de la gente, la maquinaria comenzaba a producir estragos. Carros y cachapés eran arrastrados por tractores, en un día hacían el trabajo de una semana de aquellos caballos y bueyes, iban y venían, enganchaban un vacío en la playa y esperando en el monte, en el corte, otro cargado.
Sí, faltaba mucha gente..., y mi familia..., fue muy doloroso volver.
Pero bueno, no obstante, algunos conocidos encontré, como al Chengo Benítez todavía playero, más hombre, más maduro... Yo también había cambiado, tenía 17 años, ya no ambicionaba ser carrero, ni usaba patillas, ni mascaba tabaco, pero igual admiraba a aquel Justiniano Constante. Y ahí nomás le pregunté al Chengo por el amigo... Y... sí..., allí estaba... Ansioso, quería verlo...
-¿Dónde vive?
-¿Viste aquel rancho del Piquete Grande, cerca ‘e la noria?... ¿Si...? Güeno, allá ticó vive, pero esperá-, me atajó-, ¿sabé que el gente viejo se casó...?
-¡Oh...! ¿No me digas?, y decime ¿la conozco a la señora?
-¡Sí..., cómo no! Creo que sí... ¿Te acordáhhh..... de la vieja Secundina?


Dante Moreira
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(*) Dante Moreira nace un 3 de diciembre de 1934 en los pagos de Marcelino Escalada en Provincia de Santa Fe. Tuvo una infancia y juventud marcado por oficios rurales que ejerció con orgullo, fue cosechero, peón boyero hasta cantinero de un obraje. Esto le permitió recabar experiencia con hombres de campo, que él trata de reflejar desde los distintos lenguajes artísticos que aborda entre los que podemos destacar el musical, como autor chamamecero, también es escultor – fue quien hizo el monumento a San Martín expuesto en la calle principal de Marcelino Escalada- y escritor. En esta oportunidad nos deja un relato inédito titulado “pies de barro” caracterizado por un fuerte acento regional que no lo exime de una profunda belleza.

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